Nunca antes las palabras y la voz pudieron hacer tanto – Telegram Group

Nunca antes las palabras y la voz pudieron hacer tanto

“Que el que no tenga estómago para esta pelea,
Que parta; se redactará su pasaporte.”
Enrique V

No sabemos cómo hacía la gente en el pasado para elegir a sus representantes en elecciones democráticas, pero la mayoría no sabía nada de ellos. No podían conocerlos, verlos ni escucharlos de ninguna forma. Cuando en la actualidad se habla en forma crítica de la “mediatización de los políticos” -como si estos tuvieran otra forma de vincularse con la gente que no fuera a través de los medios- de alguna manera se evoca una época que nunca existió, en la cual los líderes supuestamente tenían una relación cercana y verdadera. Sin embargo, nunca en la historia las personas comunes y los líderes estuvieron tan próximos como hoy.

¿Quién es ese hombre con sombrero?

Hipólito Yrigoyen fue el primer presidente democrático de la Argentina, pero lo votó gente que no lo conocía para nada. Asumió el 12 de octubre de 1916. Cuando lo hizo faltaban casi 10 años para el patentamiento de los altavoces electromagnéticos de Rice y Kellog. Por eso podemos saber que al momento de votarlo, salvo un puñado de personas, nadie conocía la voz de Yrigoyen ni las emociones que sólo pueden percibirse al escuchar hablar a alguien. Al asumir como presidente, ningún conjunto significativo de personas había escuchado jamás un discurso suyo, no habían escuchado sus ideas a través de su propia voz, su dicción, su cadencia, y mucho menos captaron la intimidad que solo puede expresar la imagen en movimiento cuando acompaña al habla ¿Dónde lo verían? En el mejor de los casos apenas conocieron a Yrigoyen por las fotos de baja definición, en blanco y negro, de los diarios ¿Cómo, en qué circunstancia, podrían haberlo escuchado? (la radio comenzó con transmisiones regulares recién en la década del 20). Entre sus contemporáneos, sólo los hombres alfabetizados e interesados en la política, podían conocer a Yrigoyen a través de sus palabras editadas por la prensa. Nada más. Yrigoyen, como todos los líderes de hace un siglo en todo el mundo, fueron para el electorado distantes personajes prácticamente desconocidos, no seres humanos como ellos.

La importancia de poder escuchar la voz de los líderes

La voz humana, hablando fuerte, alcanza los 74 decibeles. En un ambiente controlado (como puede ser una iglesia), a mediana distancia, a un orador común se le entiende apenas un 30% de lo que dice. Según Braxton Boren, un estudiante de doctorado del Laboratorio de Investigación de Música y Audio en la Universidad de Nueva York, las personas que escuchan en esas condiciones usan el contexto de la frase y el tema para completar aquello que no entienden. Es decir, no se entiende nada y/o lo poco que se entiende requiere un esfuerzo de concentración y conocimiento superiores a la media.

Vista del Teatro de Epidauro

Sólo la extraordinaria arquitectura acústica de los teatros primitivos, como el antiguo teatro de Epidauro del siglo IV a de C., permitió dirigir la voz humana de un orador a gran cantidad de personas. Ese teatro griego, que aún existe, tiene una capacidad para 14.000 personas en 55 filas semi circulares. De manera increíble, los espectadores de las ubicaciones más altas, a 70 metros de distancia del escenario, escuchaban perfectamente los parlamentos de los actores dichos en voz baja. Según un artículo publicado en 2007 por The Journal of the Acoustical Society of America, las condiciones excepcionales de audibilidad del teatro de Epidauro se deben, entre otros muchos aspectos -que incluyen la orientación del viento y la ubicación geográfica del teatro- al diseño de sus gradas de piedra que funcionan como un filtro acústico de los sonidos de alta frecuencia (la voz de los actores) y hacen de difusor de los de baja frecuencia (el ruido de las hojas de los árboles, los roces de la ropa, los murmullos), resaltando la legibilidad de las voces de los actores.

Así de difícil es crear audibilidad acústica de la voz en un espacio abierto para ser escuchado por una multitud. Por eso podemos imaginar que en el pasado, la distancia entre los líderes y la gente era abismal e irreparable.

Las extensiones del hombre

Probablemente todo lo que creemos de la forma en que podían vincularse sea una invención posterior, una teatralización que nunca existió, al menos no como la imaginamos ahora. Porque sin medios para extender el sonido y la imagen (los medios como extensiones del cuerpo humano, según la idea de McLuhan) lo único que quedaba entre los líderes y la gente era la leyenda de lo dicho.

Tres casos famosos donde escuchar lo que se decía fue muy difícil.

El sermón de la montaña

Existe la fantasía de que en el pasado los oradores podían dirigirse a multitudes sin ayuda artificial. El más famoso de todos los parlamentos públicos tal vez sea el sermón de la montaña, de Jesucristo. Dice la Biblia:

“Y cuando vio las multitudes, subió al monte; y después de sentarse, sus discípulos se acercaron a Él. ​Y abriendo su boca, les enseñaba, diciendo: ​Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos.”

El sermón de la montaña. Jan Brueghel el viejo. 1598

¿Pero de cuántas personas estaba formada esa multitud? ¿Cómo se distribuyeron en la montaña? ¿Cuántos realmente escucharon lo que Jesús dijo? ¿Por qué subió a la montaña, cuando es mejor hablar de abajo hacia arriba, como en el anfiteatro de Epidauro? ¿Por qué se sentó? ¿No perdió así perspectiva para proyectar su voz y capacidad toráxica para respirar más hondo y disponer de mayor caudal? ¿Cuántos de verdad pudieron escuchar algo de aquello que dijo?

En 1979 el grupo humorístico inglés Monty Python hizo en el film “La Vida de Brian”, una irreverente representación de aquél sermón en la que puede verse claramente cuál es la dificultad de hablar sin altavoces: no se entiende nada.

La vida de Brian (1979); el sermón de la montaña

Más allá de lo chistoso de la escena, las dificultades de escuchar la voz humana sin ayuda son reales, deben darse condiciones muy específicas en el ambiente y en el orador para poder ser escuchado más allá de los 10 metros hacia adelante, que es la proyección sonora natural que surge de la boca en forma de cono de sonido. No se puede gritar “Bienaventurado los pobres” y mantener al mismo tiempo la cadencia comprensiva y hospitalaria que requiere la frase. Y aún gritando, es difícil proyectar la voz y ser entendido. Si hubo miles de personas presentes durante el sermón de la montaña fueron ahí no a escuchar a Jesús, sino a verlo, o a estar en su presencia. Sus palabras llegaron a ellos más tarde y por otros medios, no por su voz.

El único hombre documentado que pudo dirigirse a miles de personas sin usar altavoces fue el ministro metodista norteamericano George Whitefield quien, según testimonios y cálculos del mismísimo Benjamin Franklin- pudo hablar antes más de 20.000 personas utilizando una técnica propia de respiración (abría sus brazos para incrementar su capacidad toráxica) y apelando a frases muy cortas que consumían todo el aire disponible en su pecho, lo que le permitía proyectar la voz mucho más allá de lo que una persona normal jamás habría logrado.

¡Wallace! ¡No se entiende nada!

Nos engañamos con los discursos de los líderes y su relación sonora con las masas. Nos gusta creer que es verdad que sus arengas a viva voz pudieron cautivar a miles de personas que sintieron antes las palabras del líder una nueva emoción en sus corazones. Hay una escena famosa en la película “Corazón Valiente” que muestra a William Wallace, personificado por Mel Gibson, dando un vibrante discurso a sus soldados antes de entrar en la batalla: un discurso tan vibrante como imposible:

Corazón Valiente (1995)

A campo abierto, Gibson avanza y retrocede a caballo ante una línea longitudinal de 200 metros formada a su vez por 8 o 10 filas visibles de soldados. Va dando su discurso, por momentos a voz en cuello, pero en otros bajando el volumen a un tono coloquial. Mira hacia un lado y otro como para que todos puedan escucharlo, haciendo que el cono de su voz cambie de dirección enfocando y desenfocando a su audiencia.

Estatua de William Wallace en Bemersyde House, Escocia.

Por momentos Gibson realiza carreras cortas con su caballo, elevando el sonido de las coces que se confunden con el habla. Podemos darnos cuenta de que, de haber estado ahí, no habríamos escuchado nada de nada. Las palabras se habrían mezclado con el viento, el relincho de los caballos, con el propio ruido de las ropas de los soldados, con las armas rosándose accidentalmente, con el cuchicheo, con las aclaraciones “¿Qué dijo Wallace?”, hasta con la propia respiración. En fin, nadie escuchó las palabras del valiente líder. Sus soldados solo vieron su determinación corporal, la forma en que blandía sus armas, su autoridad a caballo. Los soldados jamás lo escucharon o no pudieron entenderlo. Sólo leyeron sus movimientos, sus labios. Puro lenguaje corporal.

¿Una mentira de la historia?

Probablemente la arenga más famosa de la historia tampoco haya existido. La batalla de Azincourt fue un enfrentamiento entre el ejército inglés y el francés en el norte de Francia. Ambas tropas tenían una notable asimetría, el ejército inglés disponía de 9.000 soldados, y el francés más de 18.000, una proporción desequilibrada que solo podía augurar la derrota inevitable de Inglaterra. La leyenda dice que en uno de los repliegues de la batalla, rodeado de 900 hombres, el rey Enrique V dio un discurso tan persuasivo a sus soldados que convenció a los vivos de que iban a envidiar a los muertos por haber caído. William Shakespeare, en la obra Enrique V, elevó esas palabras a la dimensión inmortal en el famoso discurso de San Crispín: “Porque aquel que hoy vierta su sangre conmigo/ Será mi hermano”.

¿Pero cuántos de los 900 hombres pudieron escuchar a Enrique V? La versión cinematográfica de Kenneth Branagh parece una puesta realista. Al principio el rey habla ante un puñado de hombres, algunos al frente, otros a los costados y otros atrás (esos ya están en serios problemas para escuchar algo). Pero después el rey empieza a caminar y deja atrás a los que lo escuchaban para dirigirse a otros soldados que están más adelante. Luego sube a una carreta y sigue desplazándose, haciendo que unos que no habían escuchado el comienzo del discurso comiencen a escucharlo, pero al mismo tiempo dejando en el silencio a los otros. Al acercarse al final del famoso discurso hay una ronda de hombres alrededor de Enrique V, y la voz del rey decae en un tono melancólico, hasta murmurar: “Nos, pocos. Nos, felices pocos. Nos, banda de hermanos”.

Todos los de atrás y los de la tercera fila en adelante no entendieron nada.

Entonces, el famoso discurso de Enrique V habrá sido escuchado eventualmente por unos cien hombres de los 900. Y de manera completa e inteligible, muchos menos aún. Lo que conocemos es sólo un discurso para “The Globe”, el teatro de Shakespeare, que nunca sucedió como tal, porque un discurso que no llega a los oídos de su público no existe.

Banda de hermanos

Siglos después del Sermón de la Montaña, del discurso de Wallace a caballo, del batacazo San Crispín de Enrique V, a 100 años del insonoro Hipólito Yrigoyen, recibo sorpresivamente por Telegram en mi teléfono un mensaje de audio de Lilita Carrió.

No puedo explicar por qué, pero ese acto tan simple me produjo un impacto psicológico enorme. Es la voz de un político sonando en mi mano. Por un momento puedo imaginar qué habrían hecho todos aquellos de los que hablé si hubiesen tenido Telegram. Pienso en la conmoción de recibir un mensaje de voz de Jesús diciendo “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Pienso en Wallace enviando un mensaje al grupo de toda su tropa (como si yo fuera parte de ella) : “¡Soy William Wallace! Y veo todo un ejército de compatriotas reunidos aquí para desafiar la tiranía. Vinieron a luchar como hombres libres. Y son hombres libres”. Y Wallace me llena de convicción. Me imagino recibiendo un mensaje de Enrique V en el campo de batalla, como si estuviera en Azincourt. Tengo una espada en una mano y en la otra el teléfono. Suena una notificación. Miro la pantalla luminosa y leo: ENRIQUE V: “Nos, pocos. Nos, felices pocos. Nos, banda de hermanos”. Y en mi imaginación esas palabras me hacen sentir un valor que desconozco en mí. Al final, Hipólito Yrigoyen es escueto pero sabio (pienso en Venezuela): “Los hombres deben ser sagrados para los hombres”.

Me llena de optimismo imaginar que recibo esas frases en el teléfono, porque siento que todo el descomunal poder de comunicación de esas palabras existe ahora. Porque ahora podemos distribuir palabras, podemos hacerlas llegar a cualquiera, en cualquier lado. Por eso podemos transformar la política, la cultura, las costumbres. Podemos doblar lo sólido, acabar con la guerra, curar enfermedades, construir ciudades, salvar a los niños, detener el crimen, llegar a Marte, cambiar cada centímetro del mundo… si usamos las palabras justas en el momento adecuado. Nunca antes las palabras y la voz pudieron hacer tanto.

Julián Gallo
Agosto 2017

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